2090: España será el nuevo Sáhara

Paco Gil sabe que en 2014 llovió lo mismo en El Esparragal (Murcia) que en Abu Dhabi: 78,4 litros por metro cuadrado. Que el calor en 2015 achicharró miles de almendros en toda la provincia y que este año se ha sembrado menos que nunca en el Campo de Cartagena. «A mí los números me hablan», asegura. «Las pluviometrías son las que son desde hace dos décadas, así que decir que el desierto cada día llama más fuerte a nuestra puerta no es alarmista», añade mientras conduce su Opel Astra por una nada polvorienta donde el Coyote podría seguir persiguiendo al Correcaminos.

Gil es secretario de Organización del sindicato agrario COAG en la Región y un apasionado de la medición de agua. Hace tres años presentó un informe que concluía que la comarca del valle del Guadalentín es el lugar más seco de España desde que comenzó el siglo XXI. «Esto es como Arizona o el Sáhara», denunciaba entonces tras analizar las precipitaciones y las temperaturasregistradas en Lorca, Águilas, Totana o Puerto Lumbreras. Hoy la situación no es demasiado mejor en estas localidades rodeadas por lo que él llama «secano rabioso». Y también empieza a ser preocupante mucho más al norte: en Palencia, Burgos, Valladolid y León, la Castilla que sufre este verano para beber un vaso de agua o darse una ducha.

El descenso de los embalses, el aumento de las temperaturas, la pérdida de cubierta vegetal causada por los incendios, la tendencia a la erosión, el abandono de cultivos tradicionales, el crecimiento urbano e industrial, la repetición de eventos extremos…

El etcétera es voraz. La confluencia de factores climatológicos y humanos está deteriorando a gran velocidad un sistema natural ya de por sí semiárido o árido (70% del territorio español) y con un riesgo de desertificación (35%) que va a ir a más.

Sobre las dunas, palmeras y camellos en la Puerta de Alcalá se han escrito decenas de reportajes. Puede que uno cada verano. Lo que tal vez les faltó a la mayoría de ellos es el dato que los paleoecólogos Joel Guiot y Wolfgang Cramer, eminencias del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia, publicaron en otoño en la revista Science: la fecha exacta del cataclismo.

Según sus previsiones, en 2090 las comunidades más secas habrán avanzado desde la esquina suroriental y el desierto se habrá comido la mitad de la Península Ibérica (de Alicante a Lisboa). Todo esto mientras se tambalea el compromiso del Acuerdo de París sobre cambio climático de no sobrepasar en más de dos grados los registros de la era preindustrial. Un objetivo nada al alcance, sobre todo con Trump en la Casa Blanca.

Pero el año 2090 ya ha llegado a Murcia. Paco Gil detiene el coche a un lado de la carretera entre Abanilla y Fortuna, que el representante de los agricultores locales conoce bien. Bajamos del vehículo. Son las cuatro de una tarde de junio no especialmente sofocante (35,5ºC). No hay un centímetro de sombra. No se divisa a nadie. No se oye nada, ni siquiera chicharras. Enfrente, detrás, a izquierda y a derecha se ve lo mismo: una estepa resquebrajada por la sequía, muchos matojos y varios cerros que parecen flanes pasados de horno. Un escenario más acogedor para un robot de la NASA que para un conejo, no digamos para un ser humano.

«De Trump ni hablo. A mí lo que me duele es que no se estén tomando medidas», critica Gil la salida de EEUU del acuerdo parisino… y el hecho de que la última actualización del Programa de Acción Nacional Contra la Desertificación la acometió el Gobierno hace casi una década (agosto de 2008). El Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, no obstante, ofrece varios protocolos recientes como muestra de su «continua mejora y revisión de la evaluación y seguimiento».

En su investigación, Guiot alerta de que la zona mediterránea se caldea más que el resto del planeta. Y otros expertos del IPCC, el panel intergubernamental que estudia el calentamiento global, calculan que Madrid se asará a otros tres o cuatro grados. O lo que es lo mismo: tendrá la temperatura de Casablanca.

Decir que estamos más cerca térmicamente y en cuanto a recursos naturales de Marruecos o Argelia que de Suiza o Finlandia parece una obviedad. Una obviedad necesaria: todavía es una minoría la que se ha percatado de que hay un elefante en la habitación. El desierto ya no está al otro lado del Estrecho, sino aquí mismo.

«El recurso suelo es un valor estratégico esencial que socialmente no se percibe. No existe consciencia de su degradación, a diferencia de los problemas del agua o del aire, que son más visibles y de consecuencias inmediatas», explica José Luis Rubio, primer director del Centro de Investigaciones sobre Desertificación (CIDE) y ex presidente de la Sociedad Europea para la Conservación del Suelo (ESSC, por sus siglas en inglés).

En Israel el agua es un elemento de seguridad nacional y la población ha interiorizado el mensaje de que cada gota cuenta. En España, considerada por su enorme biodiversidad el Borneo de Europa, no sucede lo mismo. «Cuando veo en agosto una rotonda con césped inglés y aspersores, pienso: ‘Santo cielo…’», lamenta Rubio.

El desinterés por el avance del desierto se entiende todavía menos si se tiene en cuenta que amenaza tres sectores económicos fundamentales: la agroindustria, la construcción y el turismo. Ochenta millones de personas nos visitarán en 2017. Buena parte lo hará a las islas y el litoral, donde los recursos hídricos y de suelo están sometidos a mayor presión.

«Hace mucho tiempo que nuestro país debería haber apostado por aminorar los impactos del turismo que gasta el doble de energía y el triple de agua que el lugareño. Queda mucho para que se asuma que dependemos mucho más de la salud del planeta que de la económica», razona el naturalista y escritor Joaquín Araújo.

Para alguien que se presenta como arboladicto y conoce de primera mano los excesos del Antropoceno, esta nueva era geológica condicionada por la acción del hombre, «la rectificación debería ser de magnitudes descomunales. Prácticamente necesitamos otro estilo de vida». Nada de tener una piscina en cada urbanización o ir a trabajar en un coche por persona. «Estamos adaptados a excesivas comodidades y despilfarros, sobre todo los relacionados con la energía y el agua. La austeridad se aprende mal y no todo lo completa y rápidamente que ya necesitamos».

Hay testimonios a contracorriente. Plácido Martínez, gerente de la compañía de servicios turísticos y audiovisuales Malcamino’s, se instaló con su mujer en 2003 en Tabernas por voluntad propia. «Vivir en el desierto es una cuestión anímica, sensorial… no sé cómo describirla. Nos compramos un cortijo derruido, empezamos a desarrollar nuestra empresa y nos quedamos. ¿Inconvenientes? Como en todos sitios…», matiza.

Desde los 18 años, este almeriense de la capital ha trabajado en la industria local del cine como especialista, localizador de exteriores, productor… No conoció la época dorada del spaghetti western, que ayudó a sacar a la zona de la pobreza y el aislamiento. Sí participó en superproducciones como Conan el bárbaro (1982) o Exodus (2014), dos de las cerca de 1.000 películas que han tenido como escenario natural el desierto favorito de Clint Eastwood. Una tierra de la que alguien dijo con desprecio que sólo servía para criar lagartijas.

«Aquí todo tienes que adaptarlo: la vida, la familia, el trabajo… Se trata de un lugar donde es muy difícil hacer cualquier actividad en las horas centrales del día que no esté bien medida. Nos ponemos a 40 y muchos grados al sol. Y el agua… Tenemos acceso a la red del pueblo, pero en verano no nos llega».

A Martínez no le molesta cruzarse el desierto para algo tan normal como llevar a su hija a clase. Un recorrido de ida y vuelta a través de 11.000 hectáreas de desolación que, en función de uno u otro título, ha sido Nuevo México, Egipto, Irak, Afganistán e incluso Australia. Eso en la ficción. La vida real invita a fantasear menos.

«Estamos pecando de inocentes», señala. «Discuto bastante con la gente de la zona, que cree que la falta de lluvia es algo cíclico y que volverá a llover igual que hace 70 años. Y no, la situación va a empeorar. Nunca hemos tenido las temperaturas del mes pasado. No estamos preparados. Mira los niños que sacaron del colegio en Madrid con lipotimia. ¡En junio!».

En su documental Diez mil millones, el director Peter Webber recurrió a un símil impactante -un meteorito- para alertar de la insostenibilidad de un planeta superpoblado. La saharización en España todavía no ha propiciado una metáfora perfecta. El campo de golf de Corvera, amarilleado por la sed y la solana, víctima a su vez de un resort en concurso de acreedores, sí se acerca al concepto de antipostal. Y más aun la transformación de Doñana en nuestro Mar de Aral.

El paro, la corrupción, la economía, los políticos, la sanidad… Eso es lo que más preocupa a los españoles, según el barómetro del CIS de junio. Los problemas medioambientales inquietan al 0,6% de los encuestados. Para explicar la pasividad tanto ciudadana como política respecto al avance del desierto, José Luis Rubio recurre al síndrome de la rana hervida: en vez de reaccionar ante un problema (la rana salta de la olla), se acepta que no tiene solución (la rana muere a fuego lento). José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental de la Universidad de Córdoba, habla de «ecofatiga». «La sociedad está tan cansada de información catastrofista que desconecta. Hay que promover experiencias positivas del entorno y no ir de Torquemadas, fustigando todo el día», enfatiza.

El Instituto Nacional de Estadística (INE) permite conocer cuánta agua riega el campo (15.129 hectómetros cúbicos en 2014, el equivalente a seis millones de piscinas olímpicas) y cuánta se consume en casa (132 litros por habitante al día). Lo que era un misterio es cuánta se despilfarra en dicho entorno doméstico. La empresa valenciana Esferic calcula que cada español malgasta de media 3,5 litros al día sólo mientras espera que salga el agua caliente de la ducha.

«En algunos hogares pueden llegar a perderse 10 litros, dependiendo de dónde esté la caldera», estima Suso Chulvi, responsable de Marketing de Esferic. Esos 3,5 litros de agua que se van por el sumidero sin que nadie se escandalice suman 46.000 millones al año, si aceptamos que el derroche lo hacen como mínimo dos personas en 18 millones de hogares españoles.

Para evitar que esto siga sucediendo, Esferic puso en marcha en 2016 una campaña de micromecenazgo para crear WaterDrop, una bolsa hecha de material reciclable y con forma de regadera que permite almacenar y utilizar ese agua que hoy se pierde de forma absurda.

«Esto no sólo pasa en España. La casi totalidad de países que tienen la suerte de disfrutar de agua caliente tienen en el mismo problema». Chulvi insiste en que es clave concienciar a los más jóvenes. «Enseñamos a los niños a no tirar papeles al suelo y a ponerse el cinturón de seguridad en el coche. Si les enseñamos a cuidar el agua, lo harán siempre».

En el caso de que la sensibilidad medioambiental no cuaje, queda confiar en que cierta movilización se produzca conforme 2090 se acerque y el desastre afecte al bolsillo. Dos meses sin precipitaciones provocaron el pasado verano unas pérdidas de 49 millones de euros en las explotaciones lecheras gallegas. «Estimaciones recientes apuntan a una pérdida global (el denominado coste de la inacción) de entre 6,3 y 10,6 billones de dólares debido a la degradación de la tierra. El coste estimado en España se cifraría en 1.230 millones de euros».

Las cuentas las hace Víctor Castillo desde la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD). Un organismo que -lástima- no tiene su sede en Tabernas ni en las inmediaciones de Los Monegros (Aragón) o las Bardenas Reales (Navarra), los otros dos desiertos naturales autóctonos. Ni siquiera en Fuerteventura, a cuyas arenas y lavas fue desterrado Unamuno. Está en Bonn (Alemania), donde no deben de crecer demasiados cactus.

«En algunos casos, España está ya en un punto de no retorno o de retorno a costes desproporcionados». Gonzalo Delacámara ejerce de Director Académico del Foro de la Economía del Agua y es asesor de la Comisión Europea en materia hídrica. Alguien que no se cansa de repetir que la desertificación «no es una peste bíblica ni una maldición, es en buena medida el resultado de nuestras propias decisiones».

«Planificar el futuro es crear reservas hídricas», tercia Paco Gil mientras avanzamos por el 2090 murciano y sus kilómetros de páramo estriado, donde se han instalado tantas granjas porcinas que es imposible contarlas. «Le podemos echar la culpa a todo lo que queramos, pero menos mal que a Franco se le ocurrió hacer pantanos. Fíjate que hizo cosas mal. Ésa la podría haber hecho mal también, pero pensó en construir una red que ahora sería impensable». Que el legado del dictador sirva para aliviar carencias actuales 40 años después de su muerte resulta simbólico.

Hace tiempo que España dejó de ser ese supuesto vergel en el que una ardilla podía ir de rama en rama de Algeciras a los Pirineos. El sellado del suelo se ha reactivado tras la crisis y ya se construyen más de 200 viviendas al día. En términos generales, con la misma conciencia ecológica que antes del estallido de la burbuja. Si en la patria del ladrillo no se ha planteado un modelo de urbanismo alternativo que, por ejemplo, dote a los hogares de un sistema de recogida de precipitación y paneles fotovoltaicos, se debe a dos motivos. «Uno: la ley en gran medida no obliga a ello. Y dos: la sociedad hasta ahora no tenía suficiente sensibilidad para pedirlo. Los españoles no elegían casa porque fuera reciclara agua o consumiese menos energía. Sin embargo, la sostenibilidad ya sí es una cuestión importante en el alquiler de oficinas», opina José María Ezquiaga, decano del Colegio de Arquitectos de Madrid.

El desierto ha sido largamente explotado como motivo literario. Del Antiguo Testamento, donde se nombran hasta 15 diferentes, a El principito. Menos abundantes son los estudios científicos que explican cómo afecta a la salud. Física y también mental. Carmelo Dazzi, sucesor de Rubio en la Sociedad Europea para la Conservación del Suelo, confirma que la desertificación «elimina los depredadores naturales y la regulación biótica en las regiones áridas y semiáridas, y puede dar lugar a un aumento de patógenos y plagas».

La posible llegada de enfermedades tropicales tendrá su envés en la percepción psicológica. Álvaro Gammicchia es piloto de Iberia con base en Madrid y secretario del sindicato SEPLA. Suma más de 8.000 horas de vuelo y admite sentir «desasosiego» cada vez que contempla desde las alturas el tablero irregular de marrones que es España. Nada que ver con el paisaje refrescante que otea al cruzar la frontera.

Los psicólogos estadounidenses Thomas Doherty y Susan Clayton llamaron ansiedad ambiental a la relación directa entre el aumento de temperatura y el comportamiento violento. El 30% de la población mundial ya está expuesto a olas de calor mortales. El 74% -de Bogotá a Manila y de Sao Paulo a Málaga- lo estará en 2100 si se sigue emitiendo dióxido de carbono al mismo ritmo que ahora. Una proyección que hay que visualizar de forma global: no habrá mar ni valla capaces de contener a los refugiados climáticos procedentes de África.

Paco Gil termina conduciendo su Opel Astra por 500 kilómetros de carreteras secundarias murcianas. Al volante, cuenta que este año será el primero de trasvase cero del Tajo-Segura y que las extensiones de regadío representan «pequeños oasis». Si esos cultivos (tomate, coliflor, lechuga, pimiento, melón, naranja…) no hicieran de barrera, el desierto lo habría engullido prácticamente todo, sostiene.

El paleoecólogo Guiot le contradice: «La agricultura basada en el uso intensivo de agua no es un modo sostenible de producción para el sur de España». Es una discusión eterna. Ha pasado más de una década del fallido Plan Hidrológico Nacional y el agua (y su uso) sigue generando recelo entre regiones. ¿Quién tiene más argumentos a favor? ¿Los protrasvase murcianos que se agarran a los brotes verdes en el secarral y hablan de productividad? ¿Los antitrasvase castellanomanchegos que quieren hacerle un nudo a la tubería y para ello esgrimen la sostenibilidad? Ambas posiciones parecen razonables.

Por si fuera poco, una directiva comunitaria obligará en una década a cerrar todos los acuíferos sobreexplotados o contaminados de la Región, así que allí, en la huerta de Europa, el chiste de susto o muerte ha dejado de tener gracia mucho antes del 2090. Cientos de hectáreas se han perdido como el tiempo de un reloj de arena. Queda solamente el vacío. «Ya no es cuestión de pedir más agua, sino de salvar los muebles», concluye Gil. «Estamos literalmente clamando en el desierto».

Fuente: Elmundo.es (31/7/17) Pixabay.com

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