Llevo todo el verano ganando dinero gracias a que las cosas funcionan cada vez peor

El otro día me metí en la cuenta corriente y de repente, 53 euros más. El emisor, Entidad Pública Renfe-Operadora. Unos días más tarde volví a entrar y, toma ya, otros 250 euros de golpe. En este caso, de una célebre areolínea low-cost no precisamente conocida por su puntualidad ni la sobriedad cromática de su imagen de marca. Estas dos semanas de vacaciones he cumplido un sueño: ganar dinero sin pegar un palo al agua, simplemente viajando. Las vacaciones casi me han salido a devolver.

Por supuesto, he tenido que hacer mis sacrificios. Llegar de madrugada a Madrid en el tren desde San Sebastián, y sobre todo, con la incertidumbre de no saber si iba a tener que hacer noche en Valladolid al no tener ninguna información de nuestra operadora ferroviaria favorita. O pasar tres horas en el aeropuerto de Zaventem en Bruselas de brazos cruzados, acumulando retrasos de hora en hora, gracias a esa aerolínea que usted bien sabe cuál es.

Estamos ganando dinero porque todo funciona peor y vivimos en una economía en la que sale más rentable pagar compensaciones que garantizar que los servicios funcionen o mantener infraestructuras. Nos encontramos en un particular momento de la historia en el que la colisión entre unos servicios que durante años funcionaron bien pero que han ido empeorando por la falta de inversión, la garantía de determinados derechos del consumidor y varias crisis arrastradas han dado lugar a la economía del “mejor pedir perdón que pedir permiso”. Renfe pagó en 2023 42 millones de euros solo en compensaciones.

No soy imbécil, sé que las razones por las que ese constructo llamado “las cosas” funciona mal es, como dirían los listos, multifactorial. El otro día, el compañero Javier Jorrín exponía algunas de las razones de la decadencia de la red ferroviaria española, como la escasa inversión en el mantenimiento de las infraestructuras o su saturación. Recibimos todo ese dinero a costa del tiempo, la paciencia y el bienestar del consumidor, que son tres recursos que en el mundo de la economía parecen infinitos.

También, gracias a que los pasajeros han adquirido unos derechos que, por cierto, la UE está debatiendo reducir en el caso de las aerolíneas, ampliando de tres a cinco horas el tiempo de retraso que da derecho a una indemnización. Más de tres horas es lo que estuve esperando en Bruselas a que esa línea low cost de la que usted me habla dispusiese por fin de su Boeing en pista, entre otras razones, porque tiene una altísima rotación de vuelos unos tiempos de escala tan cortos que provocan que cualquier pequeño retraso se acumule a lo largo del día.

El problema de un tren que llega tarde no es solo el tiempo que uno pierde, sino que unido a otro tren que llega tarde, al Cercanías que no cumple sus horarios o al avión que cancela a última hora genera la sensación de que todo lo que antes funcionaba bien ya no lo hace y que, además, nadie se dispone a dar explicaciones al usuario como si fuese un adulto. Son todo imaginaciones nuestras, claro. Si todo marcha genial.

Estos retrasos contribuyen al peligroso sentimiento de que ya no podemos confiar en nada. Unido al encarecimiento de la vida, uno piensa en aquella canción de Neil Young“Pagas por esto pero te dan aquello”. O, trasladado a las bolsas de patatas fritas, cada vez nos gastamos más en menos. Terreno abonado para la desafección política, personal y social. El problema no es que venga la extrema derecha, es esa sensación de que todo va a dejar de funcionar de un momento a otro. Por eso, hasta acontecimientos cuya explicación bien expuesta sería tranquilizadora, como el apagón de abril, terminan convirtiéndose en metáforas de que todo se viene abajo.

Cuando he vuelto al trabajo me he encontrado de nuevo con frecuencias de Cercanías de más 17 minutos, unidas al cierre de la línea 6 de metro que suprime toda alternativa. No me gustaría hoy en día estar en el pellejo de uno de esos políticos, gestores o técnicos en puestos de responsabilidad que llevan años hablando del deterioro de los servicios públicos y que hoy tienen que dar la cara. O tal vez da igual, porque el ministro Óscar Puente, a la sazón embajador en Twitter del gobierno de Pedro Sánchez, se pasa el día en redes sociales. Si le sacan un posible renuncio, no tarda ni media hora en contestar. ¡Ojalá los trenes tuviesen esa presteza!

Una de las conversaciones más recurrentes que he tenido durante los últimos años, y que se han acentuado en los últimos meses, es qué coño ocurre con los trenes en España. Algunas líneas siempre han funcionado regular, otras lo hacen peor, pero hoy parece que todo el país funciona tan bien como el ferrocarril a Extremadura. Todo mientras la entente Trump-Rutte se da palmaditas en la espalda por los miles de millones de inversión en Defensa que le han logrado sacar a los europeos sin concretar en qué se supone que se los van a gastar exactamente. Por el contrario, la gente entiende perfectamente qué es un tren que llega a su hora.

Los periódicos tenemos la mala costumbre de yuxtaponer en nuestras portadas realidades que, en apariencia, no deberían tener ninguna relación, pero que juntas son explosivas. La crisis de retrasos en los trenes españoles o la saturación en Barajas, colocada al lado de Santos CerdánKoldo y Ábalos genera lecturas muy espinosas para un gobierno en entredicho. Por un lado, la sensación de que lo que antes era de todos funciona ya solo para unos pocos; por otro, la de que unos pocos se están llevando lo de todos.

En Italia se suele decir eso de que “con Mussolinilos trenes llegaban a la hora” como una forma de defender que al menos con el fascismo las cosas funcionaban. Es el “Franco construía pantanos” italiano. Pero ese sentimiento de que teníamos algo que se nos ha arrebatado y que las cosas que funcionaban han dejado de hacerlo forma parte esencial del nuevo pensamiento nostálgico de extrema derecha, sobre todo si, como añadía el economista Manuel Hidalgo, se fomenta la idea de que las cosas no funcionan porque alguien quiere que no lo hagan.

Tengo 300 euros más en la cuenta, pero también sé que la próxima vez que planee un viaje, sea en avión o tren, tendré que contar con un retraso que antes no habría tenido en cuenta. En realidad, devolvería todos y cada unos de esos euros, y añadiría unos cuantos más, si me dijesen que ningún tren en el que vaya a montar durante el resto de mi vida se va a retrasar ni un segundo. Todo por el bien común.

Fuente: elconfidencial.com (5/7/25) pixabay.com

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