Cómo el botellón ha llegado a su edad de oro gracias a la pandemia

El pasado viernes 17 de septiembre, uno de los botellones más multitudinarios que se recuerdan en todo el siglo XXI tuvo lugar en la Ciudad Universitaria de Madrid. Alrededor de 25.000 jóvenes (universitarios o no) se concentraron para celebrar el inicio de curso y, de paso, el éxito de la campaña de vacunación, que en España ya ha alcanzado el 76% de cobertura. Aunque causó cierto malestar, la reacción generalizada ha sido mucho menos ruidosa que la de las fiestas de principios de verano, no digamos las del año pasado: la sensación es la de que es hora de ir pasando página.

El ‘boom’ de los botellones, no obstante, es el síntoma más evidente de que la pandemia ha propiciado cambios en nuestros hábitos que no va a ser fácil que vuelvan a su estado anterior. Es lo que la socióloga María Miyar, profesora de Sociología de la UNED y colaboradora de Funcas, define con la metáfora del traje. «La sociedad tenía un traje hecho a medida, y de repente durante un año y medio la obligas a cambiar sus hábitos, engorda y echa caderas, y ese traje ya no le sirve», explica. «Teníamos una vida adaptada a unas costumbres y cuando las cambias es impredecible lo que va a pasar«.

«Estar en la calle te da más libertad, más seguridad y te permite socializar más»

El retorno del botellón, dos décadas después de que el endurecimiento de las sanciones redujese su práctica, muestra cómo cuando coses por un lado, descoses por el otro. O, en otras palabras, cómo un año y medio de cierre de alternativas de ocio, limitaciones en los espacios para socializar y ausencia de actividades dirigidas a la socialización de jóvenes ha propiciado un cambio de costumbres que ha devuelto popularidad al botellón.

Andrea, por ejemplo, tiene 27 años y vive en Barcelona, donde la hostelería ha estado cerrada meses, y está de acuerdo en esa idea de «qué vamos a hacer». «El otro día hubo un macrobotellón en Horta que aquello parecían las fiestas de Móstoles, con coches ‘tuning’ por ahí con los altavoces y tal», explica. «Y ahí estuvo la gente hasta las seis o más, con un frío que pelaba, pero sin molestar. Evidentemente, aquello quedaría bastante guarrete, pero es lo único». Como ocurre con el macrobotellón de la Complu, se celebró en una zona apartada, el parc de Xavier Montsalvatge, para sortear el gran problema con estas concentraciones: el ruido que molesta a los vecinos.

«Puedes ir a casas, pero la gente empieza también a estar cansada de ir a las mismas casas de la misma gente, o de meterse en casas en general, porque eso también implica molestar a vecinos», prosigue. El botellón es, en cierta forma, consecuencia de cumplir con las recomendaciones de relacionarse al aire libre: «Estar en la calle te da mucha más libertad, mucha más seguridad (estás en un espacio abierto), te permite socializar más y molestar menos; una discoteca con restricciones sigue siendo una mala alternativa porque nos hacen estar sentados, y a la gente lo que le gusta es perrear».

David Ortiz tiene 20 años, es estudiante de Antropología en la Complu, forma parte del espacio de comunicación política ‘El Observatorio’ y añade que los jóvenes se han convertido en un chivo expiatorio durante la pandemia mientras se hacía la vista gorda en el entorno del transporte, el trabajo o el del ocio destinado a las clases altas. “Yo no defiendo la cultura del botellón, sino la de compartir, pero si es la única vía para rebajar estos niveles de ansiedad y de desahogo de nuestra salud mental, que no nos lo quiten».

Siembra vientos…

Los datos proporcionados por el Ayuntamiento de Madrid apuntan a un aumento del número de multas por consumo de alcohol en vía pública desde el verano pasado. Aunque es posible que se deba en gran parte al refuerzo de la presencia policial (los drones antibotellón se presentaron a bombo y plantillo hace unos meses), los datos también muestran que el crecimiento de estas sentencias entre menores de edad es sustancial. Si en 2014 y 2015 apenas fueron 76 y 79, en lo que llevamos de 2021 ya hay 722 interpuestas.https://datos.elconfidencial.com/20_09_21_consumo_alcohol_via_publica_madrid/

«Creo que la frase ‘si cierran las discotecas, ¿qué quieren que haga?’ lo describe todo», coincide Mario Fontán, médico especialista en salud pública y medicina preventiva, de 29 años. La mayoría de testimonios coinciden en que, para las personas jóvenes, resulta difícil reunirse en otras condiciones, porque no hay muchas más alternativas. Ortiz es vecino de Carabanchel y añade que «es muy difícil hablar de los jóvenes sin hablar de clase social, porque no ha sido lo mismo en los barrios pobres casi militarizados que en los ricos, donde había fiestas que se han permitido».

Poco a poco, resulta cada vez más evidente que las restricciones se adoptaron sin tener en cuenta las posibles externalidades negativas que podían provocar (y el botellón es un buen ejemplo de ello). «No se ha tenido una actitud proactiva de favorecer lo que nos interesa, sino de prohibir lo que creemos que no nos interesa, esa fue la actitud de las autoridades desde la desescalada, aunque este año ya cambió un poco», añade Miyar. «Es el efecto Streisand: pienso que por poner una norma, la gente va a dejar de hacer ese comportamiento, pero no se ha evaluado si va a ser peor».

«Se ha dicho a la gente lo que no puede hacer, pero no se ha propuesto nada»

Fontán, desde la perspectiva de la salud pública, coincide: «Una constante que hemos visto es que ha habido una tendencia a decirle a la gente lo que no tenía que hacer, pero la salud pública no bebe solo de un marco punitivo, sino también promotor», explica. «No ha habido éxito en canalizar qué otras prácticas se podían promover desde las instituciones, lo único que se ha hecho ha sido restringir el modo de vida que tenían los jóvenes». Y, como añade, mostrar cuestiones «más anecdóticas y espectaculares que el día a día de las personas adultas, que en el continuo pueden haber sido más irresponsables».

Virtudes públicas y vicios privados

El botellón y la reacción frente a él es un buen ejemplo de una doble moral que juzga de manera distinta según edad y clase social. Para una persona adulta y de mayor poder adquisitivo, es más sencillo llevar a cabo su ocio en el entorno privado, donde no es asaltada por las autoridades ni culpabilizada. «Los jóvenes tienen menos posibilidades de que sus vicios sean privados, porque no tienen casa para hacerlo o viven con sus padres, pero tampoco sus virtudes quedan expuestas, y son muchas», valora Miyar. Ojos que no ven, corazón que no siente.

El botellón no deja de ser un reflejo ‘low cost’ y joven de los modelos de ocio que se han favorecido en algunos momentos de la pandemia (restauración y hostelería), mientras que otros como los conciertos, el cine o el teatro, que aún hoy siguen con fuertes restricciones de aforo, se demonizaban. «Es que el alcohol es un modelo de ocio muy amplio, tanto en la propia hostelería como en festivales», añade Fontán. «Dice mucho como sociedad que el debate se haya centrado en la hostelería cuando en realidad es más peligroso estar con un amigo tomando cañas en una terraza durante horas que ir al cine».

De manera paralela, las prohibiciones han derivado en revueltas contra la policía durante algunas no-fiestas de verano. Paradójicamente, esto provocó que se celebrasen de manera alegal fiestas alternativas, con una doble moral en la que se prohibían de manera explícita todas las actividades al mismo tiempo que implícitamente se hacía la vista gorda, en lugar de buscar soluciones intermedias. «Pero hay que ser un político valiente para eso, si se hubiesen organizado actividades de ocio al aire libre, nos habría ido mejor. La polarización política no ha ayudado: nadie quería ser el político que había permitido un acto donde alguien se había contagiado», valora Miyar.

«El paro juvenil hace que sea más frecuente»

«No me sorprenden tanto los botellones como esas reacciones violentas, pero mucha gente está como una olla a presión, a punto de estallar», añade la socióloga. Para Ortiz, que insiste en la crisis de salud mental entre los jóvenes, «con la situación extrema en la que estamos los jóvenes, no solo habrá macrobotellones, sino revueltas como las de Pablo Hásel. No es el vaticino de una revolución, pero si se piensan que no va con ellos, se van a terminar dando cuenta de que es un problema nacional y de extrema urgencia».

Las costumbres cambian, los problemas se mantienen

¿Y qué hacemos, si es que hay que hacer algo? «No soy naíf: estudié en Salamanca y no se puede implementar una ley seca», valora Fontán. «Pero el alcohol no es un producto más, es un producto social que para los jóvenes es un acceso a la vida adulta, está asociado al éxito. Cualquier joven hoy sabe que sociabilizar a determinadas edades, sobre todo en la vida nocturna, está asociado al alcohol. Tiene una centralidad en la diversión y en el éxito incuestionable».

Hay otros factores en la ecuación. Por una parte, una sensación de invulnerabilidad y una fatiga pandémica que han derivado en que los jóvenes hayan terminado percibiendo que les afectan más las restricciones que la pandemia en sí. Por otra, condicionantes socioeconómicos como el desempleo, que empuja a un ocio más barato. «El paro juvenil hace que sea más frecuente», recuerda Fontán. «Hay un elemento de falta de recursos económicos, por edad y clase social, que condiciona quién está más expuesto a ciertas prácticas, por lo que juzgarlo solo desde un punto de vista moral es injusto y sesgado».

También muestra, para Ortiz, la evolución hacia un modelo de ciudad y de ocio privatizado en el que todas las actividades no rentables económicamente se suprimen. «Todo lo que está fuera del ocio privado está mal visto desde las ideas dominantes y el poder político y económico, porque no genera ningún ingreso; juntarte con tus amigos sin gastar no lo hace», desarrolla. «La dinámica urbana que se nos propone es la privatización de los espacios, y hay determinadas dinámicas que rompen con ello, y el botellón es eso, una reapropiación del espacio público que queda al margen del ocio ‘mainstream’ y rompe totalmente con el molde de ciudad que poco a poco se está construyendo».

«Es imposible abrir tuits y no ver mensajes sobre estar deprimido o ansioso»

El joven antropólogo prefiere poner el foco en aquello que ha quedado en un segundo plano a lo largo de la pandemia, la salud mental de los jóvenes. «Es imposible abrir Twitter y no ver cada tres tuits uno sobre pasarlo mal, estar triste, estar ansioso, deprimido, y eso es un fracaso de modelo de país y económico en todos los sentidos», lamenta. «Es una situación de extrema urgencia, algo que ve cualquiera que esté rodeado de gente de mi generación». Miyar lo tiene claro: las costumbres cambiarán pronto, pero los problemas de salud mental se quedarán.

Fuente: elconfidencial.com (28/9/21) pixabay.com

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