Desalojos al filo de ley

El pastor alemán vigila la puerta de un edificio en Madrid. Lleva un bozal de hierro. No muerde, pero un hocicazo te rompe una costilla. Con él, su dueño, Jaime Sanz, levanta un boyante negocio privado de desalojo exprés. Al otro lado de la puerta vive una pareja con un hijo pequeño que ocupó ilegalmente la casa hace tres meses. No puede pagar, no quiere salir. Como Sanz, un puñado de hombres amasa pequeñas fortunas en España, donde hay más de 260.000 personas ocupando casas ajenas, según el Institut Cerdà.

No son policías, ni jueces y no tienen sentencias de desalojo que les respalden. Son los cobradores del frac versión inmobiliaria: los cobradores del crack. Por un mínimo de 2.000 euros, luchadores, exagentes penitenciarios, porteros de discoteca y paramilitares de Europa del Este ofrecen en tiempo récord lo que la Justicia tarda meses: un desahucio.

Hace dos años, Pedro (nombre ficticio), recibió la llamada de una vecina de sus padres: “Los que alquilaron tu piso son un poco raros”. Pero Pedro, que lleva más de una década en el extranjero, no había alquilado el piso a nadie.

Tres jóvenes falsificaron un contrato de alquiler, cambiaron la cerradura y ocuparon la casa donde creció, en el barrio barcelonés de la Sagrada Familia. “Si alguien me hubiera dicho que necesitaba el piso, habría podido prestárselo, pero no así”. Algunos policías conocidos le advirtieron que no podía hacer nada. Su abogada le calculó en ocho meses lo que tendría que esperar. Un tal Dimitri, de Bosnia Herzegovina, lo solucionó por 350 euros. Plantó a tres colegas en la furgoneta frente al edificio e “invitaron a entrar gentilmente” a los okupas. “Les dieron un paseo y en menos de 24 horas tenía nueva cerradura y el piso vacío”, resume Pedro.

El sector se ha profesionalizado y en Internet hay cerca de una decena de empresas que prometen legalidad, rapidez y éxito. La crisis, el alza de los precios del alquiler, 65.000 desahucios de media al año, el alto porcentaje de viviendas vacías, la proliferación de mafias que las ocupan y la falta de viviendas de alquiler social dispararon el negocio.

El más mediático de estos profesionales de la desocupación se llama Daniel Esteve, dueño de Desokkupa, con sede en Barcelona, pero con “operativos” hasta en Canarias. Este exboxeador y ex cobrador de morosos sostiene que nació para desocupar. “Nadie lo hace como yo. Tengo un don”, se jacta. Su teléfono no para de sonar: una señora de un barrio de Madrid a la que los habitantes de un piso ocupado en su edificio no dejan dormir; la madre cuya inquilina ya se ha saltado un mes de alquiler; o el tipo de Barcelona que alquiló su casa y descubre que la han convertido en una mina de oro en Airbnb.

El don de Esteve falla en el 10% de los casos. Uno de ellos fue el de Marta Domènech, de 47 años, que ocupa hace unos años el chalé donde creció, en Barcelona, después de que un banco desahuciara a su padre cuando agonizaba de un cáncer terminal. “Me separé, estaba muy afectada por la muerte de mi padre, no tenía trabajo y me vine a la casa”, explica. El 9 de septiembre de 2016, mientras Domènech estaba fuera, los hombres de Desokkupa cambiaron la cerradura y facilitaron la entrada a cuatro representantes de las dos inmobiliarias que se reparten la propiedad. Pretendían instalar una alarma, pero llegaron los Mossos y les instaron a irse. “Con esta gente no intentas entrar y mira que yo tengo carácter. Este era un proceso que tenía que resolver un juez”, recuerda la mujer.

Domènech denunció a Esteve y a los representantes de la inmobiliaria por allanamiento de morada, coacciones y “realización arbitraria del propio derecho” (tomarse la justicia por su mano). “Hoy resisto por dignidad. Aunque me toque la lotería no me voy”, advierte ella, desempleada.

Sus desalojos con luchadores, porteros de discoteca y un paramilitar búlgaro de una milicia prorusa provocaron la resistencia de los colectivos okupas, las plataformas de vivienda y hasta de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que ha declarado la guerra a estas maneras al filo de la ley.

Muchos de los conflictos se resuelven pagando al okupa para que se marche. Pero cuando no hay acuerdo, las empresas aplican un control de acceso en la puerta de la vivienda o del edificio y quien sale ya no entra. El okupa acaba abandonando más pronto o más tarde, sea porque no puede salir a comprar comida o porque su negocio —por ejemplo, un narcopiso— no sobrevive con dos vigilantes y perros en la puerta.

No hay consenso sobre la legalidad de estos métodos que sortean el proceso judicial habitual de un desahucio. Hay casos en los que la policía observa, consiente y hasta media en los operativos, y otros en los que los agentes entienden que es ilegal. La ley de seguridad privada, a la que se someten los vigilantes que bloquean las puertas, permite en el papel estos controles de acceso, pero estos pueden acarrear varios delitos. “No voy a decir que sean ilegales, pero son paralegales. Están en el límite”, explica el portavoz de la Unión Federal de Policía (UFP), Serafín Giraldo. Delitos como el allanamiento de morada (si el propietario entra en el piso vacío para cambiar su propia cerradura), coacciones (al imponer un control que te impida el paso al lugar donde vives) o el derecho a la inviolabilidad del domicilio (aunque no sea tuyo por contrato) entran en conflicto en cada una de estas operaciones.

“En el mundo ideal lo que yo hago no debería existir. Igual que hay juicios rápidos para otros asuntos podría haberlos para esto”, defiende Sanz. “Si hubiera una respuesta eficiente de la Justicia tendría que reinventar mi negocio. Pero ese mundo ideal”, completa Jorge Sorbera, propietario de Gestokupa “no existe aquí”.

Fuente: Elpais.es (17/3/18) Pixabay.com

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