Jornaleras ‘sin corbata’: el plan de ahorro energético de las luciérnagas que trabajan el campo de noche

Cuando Vanesa, café en mano, toca con los nudillos la puerta de la casa de su compañera Carmen, son las 3.53 horas de la madrugada. Como viven a 80 metros la una de la otra, cada noche, antes de meter mano en el campo, quedan para comprar el pan en un obrador cercano e irse juntas hasta la salida del pueblo. Allí, Elena, a la que hoy le toca poner el coche para ir al tajo, las recogerá a las 4.20.

«Qué poco he dormido», le dice Carmen a Vanesa mientras estira los brazos bajo el marco del portón de su vivienda. «Me acosté a la una y media. ¡Chiquilla, los niños tienen pilas Duracell! No sé dónde se las venden. ¿Las comprarán en Amazon?», bromea la mujer.

Carmen y Vanesa, vecinas de El Cuervo (Sevilla), visten mallas y camisas viejas de manga larga. Es el mejor atuendo para trabajar en el campo y protegerse del sol. Son jornaleras. Una, Carmen, desde los 16 años. La otra, Vanesa, de manera esporádica. Compagina el campo con la restauración.

De aquí a un rato, a las cinco de la mañana, comenzarán su jornada laboral. Pasarán siete horas cortando racimos de uva, encorvadas, liño arriba, liño abajo, por 50 euros la peoná. Si por ellas fuera, para evitarse más horas de exposición al calor incluso empezarían más temprano. «Ya que no dormimos apenas, cuanto antes empecemos, mejor», dice Vanesa tras darle un sorbo a su café, que lo lleva consigo en un vaso de plástico.

Aunque el horario habitual de ambas sería de siete u ocho de la mañana hasta las dos o tres de la tarde, las últimas olas de calor que han golpeado España y, especialmente, Andalucía, las llevaron a plantearle al dueño de la finca donde vendimian la posibilidad de arrancar de madrugada. Le explicaron que la falta de luz solar la contrarrestarían con unos focos sujetos a la frente que ellas mismas se llevarían.

El propietario, José Lorenzo, un gallego con 20 hectáreas de viñedos en Jerez de la Frontera (Cádiz), no puso ni media pega. Ahora estas jornaleras no son las únicas. En otras fincas donde se cultivan berenjenas, cebollas o alcachofas también se está adelantando dos o tres horas el inicio de la jornada laboral o pasándolo a las tardes, por lo que se termina a las dos o a las tres de la madrugada.

Este pasado miércoles, sobre las diez de la mañana, cuando el sol ya apretaba fuerte sobre las cabezas de Carmen y Vanesa, llevaban dos tercios de la jornada hecha. «Cada grado de calor que nos ahorramos en el tajo es un esfuerzo menos que hacemos. Eso sí es ahorro energético y de sudores, y no lo que plantea el Gobierno», dice Carmen en tono jocoso. «A partir de las 11 o las 12 del mediodía el campo se hace cuesta arriba. Imposible. Y más ahora. Cada verano nos llevamos algún susto con desmayos, mareos o bajadas de azúcar de alguna jornalera. Si los empresarios lo estudian bien, rendimos más así que exponiéndonos a temperaturas de 40, 42 y 44 grados».

En la España que Pedro Sánchez quiere sin corbata para ahorrar en aire acondicionado, donde los negocios de cara al público van a tener que fijar la temperatura en verano en los 27 grados centígrados y en invierno en los 19, o donde Isabel Díaz Ayuso ya ha levantado su mano libertaria y opositora a las medidas del Gobierno, Crónica acompaña de madrugada a cuatro jornaleras andaluzas, y al hijo de una de ellas, hasta la finca donde vendimian como luciérnagas en la noche.

«¿A esta hora qué se dice?»

«Buenos días… O buenas noches. ¿A esta hora qué se dice?», suelta Carmen entre risas al encontrarse con los reporteros. Acaba de apagar el despertador de su teléfono. Son las 3.35 horas de la madrugada. Luego se ha aseado, ha puesto la cafetera al fuego y ha preparado la capacha (una mochila o un bolso) con agua, dos refrescos de cola, fiambre y un plátano. Le harán falta después, cuando esté en el tajo, con la tijera en la mano y la espuerta a un lado, pisando tierra agrietada y blanquecina, entre liños que parecen no tener fin en el horizonte.

Unos minutos después de que lleguen el periodista y el fotógrafo lo hace Vanesa, madrileña de 44 años, cuerveña de adopción. Madre de tres hijas, se instaló hace 19 años y medio en este pueblo del sur de la provincia de Sevilla pero que está a un salto de la de Cádiz. Comenta que durante las primeras horas de la noche apenas ha refrescado y que ya no lo hará. Ahora mismo los termómetros marcan 21 grados.

«Poca gente sabe el esfuerzo que hay detrás del campo. Es un trabajo que no está pagado. Ya no volvemos a casa hasta la una del mediodía, más o menos. Pero es lo que hay. Hay que comer y salir adelante. Al menos ahora nos quitamos de encima las horas de más calor».

Carmen cierra la puerta de su casa y comienza a caminar junto a Vanesa por las calles sin tránsito, en silencio, de El Cuervo. Van al obrador de Los Gorriones, donde compran el pan para el bocadillo de mitad de mañana. Luego, a 200 metros, junto al último semáforo del pueblo, se detienen a esperar que Elena llegue con su coche. Cuando lo hace, a las 4.20 horas, en los asientos traseros ya van Mariluz y su hijo Iván, un chaval de 18 años que ha probado a trabajar en la agricultura junto a su madre tras ver que la construcción no es lo suyo.

Mariluz, de 39 años, lleva media vida, literalmente, trabajando en el campo. Ha recogido zanahoria, uva, cebolla, patata. Como Mariluz y su hijo no tienen coche, le pagan cuatro euros diarios a la compañera que ponga el coche ese día. Explica que este año, al menos que ella sepa, es el primero en el que hay fincas en las que se trabaja de noche durante parte de la jornada.

«Trabajar de noche en el campo creo que ha venido para quedarse. Las olas de calor que hemos tenido en las últimas semanas han hecho ver a algunos empresarios que no nos pueden tener a las dos de la tarde debajo de un sol que mata», afirma Mariluz.

«Esto sí debería preocuparle al Gobierno, y no tanto si en la oficina se lleva o no corbata con el traje. Si el cambio climático va a provocar situaciones así año tras año, lo lógico sería que el horario de trabajo en el campo durante los veranos se modifique. Pienso que no tenemos que ser nosotras, las trabajadoras, quienes lo pidamos a las empresas porque siempre va a haber dueños de parcelas que se nieguen si no se les obliga».

Tras 20 kilómetros por carretera, llegamos a la finca donde las jornaleras acuden a vendimiar. Es noche cerrada. Al bajarse de los coches se saludan, se gastan bromas. Sólo la leve luz de un cielo estrellado perfila los cuerpos de estas mujeres. Entre ellas se ayudan a fijarse los focos frontales o hablan de lo que van a poner de comer a la familia cuando vuelvan al pueblo. Porque la mayoría suman el trabajo en el campo a la carga de llevar adelante su casa sin apenas ayuda.

«¡Vámonos pa’ arriba!», dice en alto Fabi, la manijera (responsable de la cuadrilla) cuando faltan cinco minutos para dar las cinco de la mañana. La zona donde dejaron la faena el día anterior está a unos 200 metros de la casa de aperos donde han aparcado los vehículos. 18 jornaleros, mujeres en su mayoría, comienzan a caminar entre las viñas. «Voy a llegar cansá al liño», se le escucha a Elena, la conductora del coche que hoy ha traído a las vendimiadoras de El Cuervo. Poco después, Fabi distribuye a la cuadrilla. Arranca la jornada. A 20 grados. «Una temperatura ideal», dice Vanesa.

2.124: Exceso de muertes por las olas de calor

El Instituto de Salud Carlos III estima que durante julio se produjeron 2.124 muertes más que el año anterior atribuibles a las altas temperaturas, con un pico a mediados de mes que coincidió con la segunda ola de calor del verano. En ningún caso es una cifra de muertos real. Se trata de una estimación que el Sistema de Monitorización de la Mortalidad Diaria (MoMo) hace a partir de un modelo matemático. Pero sí es un indicio significativo que ha de servir a las autoridades para reformular las condiciones y horarios de trabajo en España de sectores como la agricultura, señalan CCOO y UGT.

Los efectos de la crisis climática se aceleran. Los termómetros son la mejor prueba. La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) señaló en 2020 que la temperatura del país creció 1,7 grados desde la era preindustrial (1850-1900). Sin embargo, en las últimas seis décadas se acumuló la mayor parte de ese incremento (1,3 grados). Otra consecuencia es que las altas temperaturas asociadas al verano llegan antes y se extienden durante más tiempo. El calor veraniego se ha adelantado entre 20 y 40 días por término medio, según las zonas, en los últimos 70 años, de acuerdo a otro reciente estudio de la Aemet.

«Hay un límite de calor en el que nuestro cerebro deja de funcionar correctamente», explica Elena Zapata, neuróloga en el hospital sevillano Virgen del Rocío. «Cuando se superan los 40 grados, el cerebro, y concretamente el hipotálamo, tiene que trabajar en exceso para mantener una adecuada temperatura corporal. Hay actividades, como la atención, que se ven ralentizadas. Clínicamente, y por sentido común, para trabajos como la agricultura lo mejor sería evitar las horas de más calor del día».

Con la emergencia climática encima de la mesa y la crisis del gas derivada de la guerra en Ucrania, el Gobierno ha establecido un plan de ahorro para reducir un 7% el consumo eléctrico, como obliga Bruselas. Algunas regiones, como Andalucía o Castilla y León, han mostrado sus dudas a su implantación, aunque han acabado aceptándolo. Otras, directamente, como Madrid, ya han anunciado que no lo aplicarán. No es la única. También el País Vasco, gobernada por el PSOE y el PNV, uno de los socios de investidura de Pedro Sánchez. La consejera de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente, la nacionalista Arantxa Tapia, calificó de «ocurrencia» el plan del Ejecutivo y afirmó que no obligará a la Ertzaintza a controlar la temperatura de los establecimientos públicos.

«Lo malo viene después»

06.58 horas. Las primeras luces del día ya se vislumbran por encima de las lomas de este viñedo. Las jornaleras llevan dos horas trabajando y comentan que ni siquiera han roto a sudar. En unos minutos algunas de ellas empezarán a desprenderse de los focos. «Con el amanecer parece que siempre baja un poco el termómetro», dice Mariluz. Tiene razón. Hay 19 grados.

El día arranca del todo a las siete y cuarto. El sol ya está ahí, amenazante. «Hasta las diez, más o menos, se aguanta sin problema. Lo malo viene justo después. Por eso no nos importaría trabajar más horas de noche, con nuestros focos», explica Carmen.

Dos horas más tarde, a las nueve, la cuadrilla hace un parón de 20 o 25 minutos para comerse el bocadillo, hidratarse -algo que pueden hacer en cualquier momento- y también llevarse algo de fruta al estómago. Cuando retoman la actividad, la temperatura se dispara. Supera los 30 grados. Va creciendo. A las 11 alcanza los 34. A las 12, los 37. Se acaba la jornada por hoy. O eso pensaban.

La manijera les pide que hagan una hora extra, que les pagarán a siete euros, para terminar la vendimia en esta finca. «Fue un repaso. Pero a esa hora el calor ya era insufrible», comentaba Carmen al día siguiente por teléfono. «El cuerpo se te viene abajo. Estás, ¿pero a qué riesgo?».

Este próximo martes, Carmen y sus compañeras cambiarán de finca. Trabajarán de siete de la mañana a dos de la tarde. El propietario de los viñedos se niega a que lo hagan de noche. «Tocará sufrir. No queda otra».

Fuente: elmundo.es (6/8/22) pixabay.com

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